Un oso de peluche y células fluorescentes verdes: a quién debemos la vacuna de ARN


La vacuna de ARN no habría aparecido sin los millones de dinero público y privado invertidos en ciencia básica
La técnica del ARN mensajero abre la puerta a una posible revolución de los tratamientos médicos
La trepidante y maravillosa historia del triunfo de la vacuna de ARN -la tecnología que usan Pfizer y Moderna- dará pie a libros, series y películas cuyo título, sin alardes imaginativos, bien podría ser: La vacuna que salvó el mundo.
También se presta a una lección sobre el papel del individuo y del Estado en el proceso de innovación tecnológica. Una historia con antecedentes en descubrimientos e invenciones que han cambiado el mundo. Sin la inversión de dinero público en ciencia básica y en proyectos cuya rentabilidad inmediata era más que dudosa, la vacuna de ARN difícilmente habría llegado a ser una realidad.
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El osito de peluche
El Estado húngaro financió la educación y las primeras investigaciones de Katalin Karikó, una joven obsesionada desde principios de los 80 con el ARN, la molécula que transcribe las proteínas en las células. No era un campo de investigación que suscitará mucho interés.
Cuando Katilin se quedó sin apoyo, buscó donde proseguir sus trabajos. La respuesta le llegó de una universidad pública de Pensilvania, Temple University, en Estados Unidos. En aquel año de 1985, aún no resultaba fácil salir de la Hungría comunista.
Katilin y su marido vendieron un Lada de segunda mano y consiguieron 1.000 dólares en el mercado negro para tomar un vuelo y emprender una nueva vida en Filadelfia. “Metí los billetes en el osito de peluche de mi hija de dos años y lo volví a coser”, cuenta en el Financial Times.
Sin embargo, tampoco tuvo las cosas fáciles en el paraíso de la libertad y de la investigación científica. “Siempre he estado a merced de alguien”, dice al hablar de la inseguridad permanente de su carrera en Estados Unidos. Lo que nunca perdió fue su fe en las posibilidades del ARN.

Una amistad nacida en un lector de microfichas
En 1989, Katilin Karikó dio el salto a uno de los grandes centros académicos privados de Norteamérica, la Universidad de Pensilvania. De los roces por el uso de un lector de microfichas surgió su colaboración con su colega Drew Weissman.
Dedicaron días y noches -ambos recuerdan llamadas a las tres de la madrugada- a buscar una fórmula que evitará la destrucción del ARN artificial al introducirlo en un organismo. Esta era la razón por la que muchos científicos consideraban un callejón sin salida investigar en ARN terapéutico.
Tuvieron que pasar dieciséis años hasta que encontraron una solución y la publicaron en un estudio que pasó más bien inadvertido en 2005. “¿Y esto para qué sirve?”, le preguntó el escéptico director de propiedad intelectual en la Universidad de Pensilvania a Karikó cuando quiso registrar la patente.
Ni le ofrecieron un puesto de profesora permanente ni el acuerdo para desarrollar la investigación llegó a buen puerto. La investigadora húngara afincada en Estados Unidos se terminó marchando. Ahora trabaja en el consejo de BioNTech, la compañía biotecnológica alemana que desarrolló la vacuna de ARN de Pfizer. Su nombre suena para el premio Nobel.
Se abría la puerta al uso terapéutico del ARN: una molécula diseñada a medida introduciría en las células las instrucciones para fabricar el ‘medicamento’ que se necesitase en cada caso.
Células fluorescentes verdes
Fue un joven investigador de la Universidad de Harvard, Derrick Rossi, quien se fijó en el artículo de Karikó y Weissman y decidió aplicarlo en sus investigaciones sobre células madre. La prueba del éxito fue la iluminación verde de unas células que habían fabricado una proteína fluorescente con la técnica de ARN mensajero desarrollada por Kariko y Weissman.
Se abría la puerta al uso terapéutico del ARN: una molécula diseñada a medida introduciría en las células las instrucciones para fabricar el ‘medicamento’ que se necesitase en cada caso. Es lo que hacen las vacunas de ARN contra la covid con el antígeno del coronavirus.
Con el respaldo de un inversor privado y un emprendedor biotecnológico del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), Rossi y sus socios crearon Moderna (o Mode RNA, jugando con el acrónimo de ARN en inglés), el laboratorio que ha fabricado una de las vacunas que han ganado la carrera contra la covid. La técnica del ARN mensajero permite acelerar todo el proceso de diseño y producción.
DARPA, una agencia nacida en la Guerra Fría
Pero la vacuna no habría salido adelante sin la inversión de miles de millones de dinero público y el respaldo a Moderna del Gobierno de Estados Unidos. Hay descubrimientos que no llegan a comercializarse por el alto riesgo que entrañan para un inversor privado.
No se trata sólo de la cantidad ingente de dinero que Washington ha invertido en el desarrollo de las vacunas en los últimos meses. En el caso de Moderna, también jugó un papel clave años atrás la agencia pública DARPA, un departamento del Pentágono creado en 1958 como respuesta al éxito del Sputnik soviético, el primer satélite artificial. DARPA también estuvo en el origen de avances tecnológicos como internet y el GPS.
En 2013, DARPA concedió a Moderna 25 millones de dólares para investigar un tratamiento contra el virus Chikungunya. Fue esa financiación la que empujó a la compañía a trabajar en enfermedades infecciosas, un campo no muy valorado por los inversores en biotecnología. Prefieren apostar su dinero en proyectos potencialmente más lucrativos como la investigación contra el cáncer.
Una vacuna diseñada en dos días
El 11 de enero de 2020 los investigadores chinos publicaron la secuencia del nuevo coronavirus SARS-CoV-2. Era la pieza que necesitaban en Moderna. Con el apoyo de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, la experiencia adquirida y el conocimiento acumulado en los últimos años sobre los coronavirus, los científicos de Moderna fueron capaces de diseñar su proyecto de vacuna en un par de días. Sólo 63 días después ya pusieron la primera inyección en humanos, como detallan en esta cronología.
Accelerated research & development timeline of our novel coronavirus (SARS-CoV-2 or COVID-19) #vaccine candidate, mRNA-1273. Read more: https://t.co/5XdkPGIpUw #mRNA pic.twitter.com/lJod450RXN
— Moderna (@moderna_tx) 7 de mayo de 2020
El 13 de enero la tenía lista para empezar un proceso de desarrollo y ensayo que culminó 11 meses después con la autorización en Estados Unidos y después en Europa, a la par que la otra vacuna de ARN de Pfizer/BioNTech. Por su celeridad, capacidad de producción y escasos efectos adversos, ambas han sido las las triunfadoras en la carrera contra el coronavirus y abren el camino a una posible revolución en los tratamientos médicos. Un avance científico sin precedentes que más de uno compara con la llegada del hombre a la Luna. Y todo esto, como diría algún recalcitrante liberal, “a pesar del Gobierno”.
La tecnología que sirvió para fabricar las vacunas que salvaron al mundo no se habrían desarrollado sin la constancia de Karikó y Weissman, sin el trabajo previo de decenas de científicos, sin la apuesta inversora de los socios de Moderna o los de BioNTech, sin el clima investigador de universidades públicas y privadas y, lo que es seguro, sin los miles de millones de dinero público invertidos a lo largo de los años en aventuras científicas de incierto futuro.