Breve nota de amor adolescente despertado por Luis Eduardo Aute

El periodista recuerda la marca que le dejó Aute antes de saber que era Aute
A las cuatro y diez, cada día se me desbocaba el corazón. Yo debía de tener doce o trece años. Y, cada tarde, por el patio interior de mi edificio en la calle Francisco Vitoria de Zaragoza, llegaban hasta mi cuarto los titubeantes acordes de guitarra de aquella canción que, yo apenas alcanzaba a intuir, hablaba de un viejo cine, de un helado de fresa, de un almacén y, eso lo supe después, de la nostalgia de todas aquellas cosas que nunca llegaron a suceder o, si sucedieron, terminaron pasando de largo.
La tocaba mi vecina, una chica quizá un par de años mayor que yo, a la que nunca llegué a conocer, con la que jamás crucé una maldita palabra, pero que entonces, sin que ella lo supiera, se empadronó para siempre en mis recuerdos con aquel manglar pelirrojo indomable que, yo atisbaba desde mi ventana, tenía por melena…
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La chica tocaba la guitarra casi como quien acuna a un cachorro y después fumaba a escondidas apoyada en el alféizar tratando de que el humo de la culpabilidad no se terminase colando en su cuarto. Después se tumbaba en su cama y recostaba una maraña de pensamientos y rizos sobre una almohada que yo no sé qué no hubiera dado por compartir.
Pasaron apenas unos días hasta que me atreví a escribirle un poema. Menos de una semana hasta que coseché el arrojo necesario para transcribirlo en un avión de papel
Pasaron apenas unos días hasta que me atreví a escribirle un poema. Menos de una semana hasta que coseché el arrojo necesario para transcribirlo en un avión de papel y tratar de colarlo por su ventana. Aquello fue justo la misma tarde en la que lloré al descubrir su cuarto vacío: ni ella, ni su guitarra, ni su cama, ni su armario, ni los pósters de su pared. A la mañana siguiente, otra familia vivía e aquella casa. Y aquel avión de papel nunca terminó de abandonar el nido.
El calendario se había adelantado cerca de diez años el día en el que descubrí que aquella canción no la había escrito aquella chica, que aquel James Dean que tiraba piedras en el flashback más terriblemente hermoso de la historia de la música española había salido de la cabeza del mismo tipo que quería bailar un Slowwithyoutonight. Fue entre botellas de licor en tardes interminables en casa de mi amigo Fernando cuando, ni sé de dónde, llegó hasta nosotros aquel disco en directo.
Y Aute comenzó a formar parte imprescindible de los regresos a casa de madrugada del brazo de los desengaños, cuando el ron te convence de tu buena voz, y los amigos de que serán para siempre. Y fue entonces cuando nos hicimos de Aute, cuando nos afiliamos, con carnet vitalicio, al Club de los perdedores de buen corazón. Cuando aprendimos a saborear la melancolía de lo que no íbamos a llegar a ser cuando todavía teníamos todas las posibilidades del mundo para llegar a serlo.
Aute nos enseñó que somos la suma de todas y cada una de las cosas que hemos ido perdiendo por el camino
Desde entonces muchos han entrado y salido de mi lista de salvavidas imprescindibles: Loquillo, Los Secretos, Chavela, Sabina, Antonio Vega, Quique González… Pero Luis Eduardo… Ay, Luis Eduardo siempre ha estado allí, paciente, esperando sereno a que volviese a él, reescribiendo sus canciones para mí cada vez que las he escuchado. Susurrándome cada vez un secreto diferente sobre nuestro deambular por este mundo con el que tirar hacia adelante una temporada.
Aute nos enseñó que todas las fotos terminan siendo siempre fotos tristes. Que somos la suma de todas y cada una de las cosas que hemos ido perdiendo por el camino. Que todo es mentira. Pero también a aceptarlo con el humor y la elegancia del que se ajusta la soga de la horca con un nudo de corbata doble Windsor.
Ahora, después de darnos dos años de prórroga para que nos fuésemos acostumbrando a un mundo sin él, se nos ha muerto Aute.
Cuando supe la noticia y llamé a mi madre Pilar para contársela, ella me recordó que en el primero de los tres o cuatro discursos que he tenido que dar en público mi vida, me declaré budista, por Woody Allen, y Autista, por Luis Eduardo. Un intento de ingresarle en la cuenta de la gratitud un plazo de mi insaldable deuda emocional con él.
Por eso estoy aquí, maldita sea. Y, por eso mismo, he recuperado del viejo álbum de los recuerdos olvidados aquella historia de amor adolescente.
A mi vecinita de la guitarra nunca la volví a ver. Se quedó a vivir para siempre en el barrio mentiroso de mi memoria
A mi vecinita de la guitarra nunca la volví a ver, jamás llegué a saber siquiera su nombre. Aunque, lo habrán adivinado, desde esa primera tarde de aquel verano ya tan lejano se quedó a vivir para siempre en el barrio mentiroso de mi memoria, agitándose al viento los acordes desafinados de su melena, acostando su cabeza en aquella almohada que terminamos compartiendo en sueños, fumando a escondidas en la ventana aquel cigarrillo de rebeldía y nicotina…
Han pasado casi cuarenta años desde entonces, cuatro décadas, toda una vida. O mejor dicho: varias vidas. Y en este tiempo a la autoconfianza le salieron canas y al empuje, arrugas. Y en este tiempo aprendimos con Luis Eduardo que no hay bien que dure cien años, que la vida es una trinchera, un tiempo de maleza, que a veces es terriblemente absurdo estar vivo, pero que siempre podemos justificar lo injustificable con una sonrisa y el inocente salvoconducto del “pasaba por aquí”…
Así que, llegados a este punto, qué quieres que te diga: Si lees esto y, de pronto, tienes la certeza de que eres tú, la vecina de la guitarra y la ventana y el cigarrillo y el manglar de pelo, quiero que sepas que aún conservo aquel avión de papel, hoy amarillento, con aquel poema que escribí para ti. Y que si, ahora, al reconocerte en aquella muchacha pelirroja de mi infancia perdida, primero sonríes, pero luego terminas llorando sin saber muy bien por qué frente al espejo del cuarto de baño, por favor, llámame. Llámame el día que quieras. Y date prisa. Que ya son las cuatro y diez…
Mario Moros, periodista de Cuatro