Bélgica cumple más de 600 días sin Gobierno


Sólo un milagro evitará volver a las urnas este otoño
Un país sin Gobierno puede ser un país prácticamente como cualquier otro. Todo depende de los “mandarines”, esa casta (en el buen y en el mal sentido de la palabra) de altos funcionarios que aseguran el funcionamiento del Estado más allá del color político del Gobierno de turno. Si el país tiene costumbre a cambiar unos pocos altos cargos cuando cambia el Gobierno se notan menos los cambios. Si además hacen falta coaliciones de cuatro, cinco y hasta seis partidos para formar Gobierno, y así las formaciones políticas cambian de puestos pero siguen gobernando, apenas se notan los cambios.
Bélgica ha vivido “sin Gobierno” (en realidad debería decirse “con Gobierno en funciones”) casi la mitad de la última década. Los belgas hace tiempo que se acostumbraron. Legalmente, el Ejecutivo de Sophie Wilmès sólo puede decidir sobre “asuntos corrientes”, pero en la práctica decide como un Gobierno con plenos poderes, comprometiéndose por ejemplo con el acuerdo para crear un fondo europeo de recuperación, decidiendo compras militares o el reemplazo de contingentes militares en misiones internacionales y medidas económicas excepcionales para hacer frente al impacto económico de la pandemia.
Mientras los medios y los partidos se dedican a elucubrar sobre las posibles formas que tendría el Ejecutivo de coalición, el Gobierno de Wilmès (que no tiene mayoría parlamentaria que lo apoye) sigue como si tuviera toda una legislatura por delante. La primera ministra se ha ido forjando una imagen que la convierte en pieza de oro para los liberales francófonos a la hora de afrontar un eventual retorno a las urnas.
Más de 600 días después de la caída del Gobierno de Michel, los belgas parecen acostumbrados a vivir con Gobierno en funciones. Sobre todo porque las advertencias que lanzaron hace año y medio muchos economistas y analistas, sobre la incapacidad de un Ejecutivo en funciones, no parecen haberse confirmado ni siquiera en plena crisis. Al menos en Bélgica parece posible vivir sin Gobierno con plenos poderes.
¿Cómo se llegó aquí?
9 de diciembre de 2018. El primer ministro belga, el liberal francófono Charles Michel, viaja a la ciudad marroquí de Marrakesh y firma el Pacto Migratorio de Naciones Unidas. En respuesta, los nacionalistas flamencos de la N-VA, un partido con tintes xenófobos que comparte grupo con VOX en el Parlamento Europeo y que apoya la independencia de Cataluña, abandona el Gobierno de coalición, que queda en minoría parlamentaria.
La Secretaría de Estado de Migración y Asilo la ocupaba Theo Francken, de la N-VA, un hombre que acudía a la celebración de cumpleaños de nonagenarios colaboradores del nazismo. Después de semanas de consultas con los líderes de los partidos, el rey Felipe decide mantener al Gobierno en funciones hasta el 26 de mayo de 2019, cuando se celebrarían elecciones generales coincidiendo con las ya anunciadas europeas.
Las urnas dan un resultado endiablado que dificulta la formación de otra coalición. En Flandes gana de nuevo la N-VA, que ya es el primer partido belga. En Bruselas, como es costumbre, los liberales con los socialistas en segundo lugar y los ecologistas empujando con fuerza. En Valonia se repite la tradicional victoria socialista, pero también suben los ecolos.
El bloqueo es absoluto. Para complicar aún más las cosas, el primer ministro en funciones Charles Michel abandona el cargo al ser nombrado presidente del Consejo Europeo. Los partidos deciden poner en su lugar a una desconocida Sophie Wilmès, a quien la crisis ha dado estatura política pero con la que nadie cuenta ahora para formar Gobierno.
El rey lo intentó todo
Desde junio del año pasado se han sucedido 12 personas como “informadores”, “preformadores” o “formadores” de Gobierno, encargados por el monarca de la tarea de poner de acuerdo a un número suficiente de partidos que den estabilidad a un Ejecutivo de coalición, lo normal en Bélgica, donde ha habido hasta seis partidos gobernando juntos.
El último intento, el más lógico según los números pero el más endiablado políticamente, fue el que más lejos llegó pero tampoco tuvo éxito. Se trataba de unir a las dos primeras fuerzas, en principio agua y aceite, la N-VA y los socialistas francófonos. Bart de Weber y Paul Magnette, como unir a Puigdemont con un socialista andaluz muy a la izquierda. El rey encargó esta semana a un liberal flamenco un último intento a la desesperada para evitar las urnas, pero el pesimismo cunde en la prensa y en los partidos políticos, que se preparan para un otoño de campaña electoral.
Si los belgas vuelven ahora a los colegios electorales los sondeos dan un resultado similar con la excepción de un trasvase de votos entre el N-VA y los neonazis flamencos del Vlaams Belang, uno de los partidos más a la ultraderecha de toda Europa. Queda por probar una opción políticamente tóxica: consistiría en formar Gobierno excluyendo a la N-VA, una solución que haría que la mayoría gubernamental fuera francófona cuando los francófonos son aproximadamente el 40% del país y que desde Flandes podría verse como un Gobierno sin legitimidad.
Nada es descartable en la política de coaliciones a la belga. El Gobierno de Michel se formó en 2015 tras meses de negociaciones. El acuerdo final convirtió al propio Michel en primer ministro cuando su partido, el liberal francófono, había sido la tercera fuerza política con el 12% de los votos. Michel contó con el apoyo de la N-VA, de los democristianos flamencos y de los liberales flamencos.