La vieja historia del derribo de estatuas: todo empezó con los griegos, por Juan Signes

Las protestas de los manifestantes de Black Lives Matter se han cebado con las estatuas de viejos próceres
En las democracias modernas es complicado que su presencia pública concite el consenso social
Las estatuas, a los museos: destruirlas blanquea nuestro controvertido pasado
Ahora que, sobre todo en Estados Unidos y Gran Bretaña, prende la mecha del iconoclasmo y estatuas de próceres del pasado son derribadas por manifestantes enfurecidos, muchos comentaristas suscitan un debate sobre qué monumentos merecen o no ser derribados. La perspectiva histórica puede ayudar a entender el problema.
El ser humano ha erigido estatuas a los dioses y a sus representantes en la tierra, los reyes, desde el origen de la civilización, y las ha derribado y destruido conforme esos mismos dioses y reyes cayeron en desgracia ante otras religiones, otros gobernantes y otros pueblos.
No obstante, algo cambió en esta tradición cuando en el 509 antes de Cristo, la recién instaurada democracia ateniense, bajo el liderazgo de Clístenes, ordenó erigir en el ágora, una estatua de Harmodio y Aristogitón, que habían asesinado años antes a un miembro de la familia de los Pisistrátidas, los tiranos que habían gobernado Atenas durante décadas.
Jerjes I el persa se llevó la estatua como botín (o quizás la destruyó) cuando tomó la ciudad, quemándola, en el año 480, privando así a la joven democracia de uno de sus símbolos más conspicuos. Los atenienses, tras recuperar su ciudad, erigieron una nueva estatua a los tiranicidas, de la que se han conservado copias tardías, de época romana: acababa de nacer la guerra de las estatuas.
Desde entonces, tanto en Grecia como en Roma fueron miles las estatuas erigidas en lugares públicos para honrar a los individuos que merecían el reconocimiento público. Con el tiempo muchas de ellas se fundieron, enterraron o destruyeron, unas con el deseo de borrar la memoria de aquellos a los que representaban, otras simplemente porque las nuevas generaciones olvidaron a quiénes representaban.
La llegada del cristianismo introdujo un nuevo factor, en la medida en que muchas de estas estatuas, a dioses y a hombres, se vieron como ídolos que apartaban al hombre de la verdadera fe.
La llegada del cristianismo introdujo un nuevo factor, en la medida en que muchas de estas estatuas, a dioses y a hombres, se vieron como ídolos que apartaban al hombre de la verdadera fe. No obstante, el gusto por las imágenes se impuso al final y muchos santos mortales acabaron poblando los espacios sagrados.
Fueron necesarios siglos hasta que en Europa Occidental se admitieron de nuevo las estatuas profanas en lugares públicos, representando a los líderes de la comunidad, primero en sus tumbas (en cementerios o iglesias) o en honoríficos cenotafios, luego en espacios públicos.
Este auge de la estatuaria profana fue parejo en ocasiones a un estallido iconoclasta contra la imaginería sagrada, como el de la furia iconoclasta de la Inglaterra del siglo XVI (con Eduardo II) o en la Francia revolucionaria. Estas guerras de imágenes reflejaban de manera gráfica los conflictos de sociedades divididas, de una manera similar a la actual.
Las estatuas públicas aspiran a representar a todos los ciudadanos. El problema es que nuestras modernas democracias son plurales.
Hoy, en las democracias occidentales, la guerra de las estatuas se plantea en las calles y los espacios públicos que representan al conjunto de la sociedad civil y no ya en los espacios sagrados de las respectivas comunidades religiosas. Pero algo queda de ese afán totalizador que movió a las guerras de imágenes en el pasado, en la medida en que las estatuas públicas aspiran a representar a todos los ciudadanos. El problema es que nuestras modernas democracias son plurales y albergan múltiples ideologías, por lo que es difícil alcanzar consensos.
Estatuas como las del negrero Edward Colston (1636 -1721) derribada el pasado 7 de junio en Bristol o las de los tiranos y dictadores (Franco, Hitler, Mussolini, Stalin) no merecen obviamente un lugar en los espacios públicos y pensar que pueden ser contextualizadas en ellos con carteles historicistas es no entender la carga simbólica de estos espacios.
Otras, en cambio, son más controvertidas. Pensemos en Oliver Cromwell, cuya estatua, en el recinto del parlamento británico, no ha sido atacada por el momento frente a la de Churchill, cubierta por el alcalde de Londres para evitar que sea vandalizada.
En América, Colón ha sido objeto de amplio debate y parece que solo el deseo de no ofender a la comunidad italiana ha permitido todavía que muchas estatuas suyas se preserven. En México, el muralista Diego Rivera representó a Hernán Cortés de manera siniestra y los intentos del presidente López Portillo (1976-1982) de reivindicar con imágenes la figura del conquistador fueron frustrados por la oposición pública. Los ejemplos podrían multiplicarse…
Si no se alcanza consenso, no destruyamos las estatuas, blanqueando así la memoria de nuestro controvertido pasado, coloquémoslas más bien en los museos para recordar nuestra historia.
Un criterio estricto de idoneidad acabaría con casi todas las estatuas, en su gran mayoría de varones miembros de una sociedad patriarcal que vivieron y actuaron conforme a valores éticos que hoy nos repugnan. Pero hemos de pensar que muchas de ellas no representan a los individuos por los valores de la sociedad en que vivían, sino por el legado que nos han transmitido, por más que ese legado haya surgido en épocas tenebrosas y oscuras. Pensemos en la antigüedad clásica, que nos ha legado la literatura: toda ella era esclavista.
En todo caso, si no se alcanza consenso, no destruyamos las estatuas, blanqueando así la memoria de nuestro controvertido pasado, coloquémoslas más bien en los museos para recordar nuestra historia. Así hizo el eunuco Lauso, cristiano chambelán del emperador de Constantinopla, que atesoró a principios del siglo V innumerables estatuas retiradas de templos paganos destruidos, como la del Zeus de Olimpia o la Afrodita de Praxíteles. ¿Le movía el gusto artístico o el simple coleccionismo? No lo sabemos. Pero en su palacio, convertido en el primer museo de la memoria, mantuvo vivo el recuerdo de un pasado pagano que la nueva religión intentaba borrar.