Una veintena de pares de ojos me miran atentos y curiosos...algunos con un atisbo de decepción en sus rostros, otros de sorpresa. Estamos en un aula de la Universidad Francisco de Vitoria. Es sábado por la mañana. Los alumnos de los que hablo no son jovencitos estudiantes de periodismo. Son antiguos alumnos de la universidad; algunos tan antiguos como yo.
Hace unas semanas compartí un buen rato con este grupo de padres en el taller Conecta con tu hijo organizado por el departamento de Alumni de esta universidad y que tuve el honor de conducir.
Cada vez que nace un niño, nace también una madre y un padre y esto es algo que no solemos tener en cuenta. Nos enseñan muchas matemáticas, nos machacan con los análisis sintácticos y el inglés, pero nadie nos enseña a ser padres. Parece como si no fuera necesario aprender esto…como si para ser padre bastara y sobrara con apelar al sentido común, con reproducir patrones y dejarse llevar por la inercia y por lo que “se supone que tenemos que hacer”.
No es eso lo que debieron pensar estos padres-alumnos cuando decidieron cambiar sus habituales planes de sábado por la mañana para asistir a este taller. Hay que reconocer que la corriente de progenitores ávidos de herramientas que les permitan vivir la paternidad desde un lugar diferente es cada vez más grande. Cada año se publican cientos de libros sobre educación, van surgiendo nuevas metodologías, las escuelas de padres proliferan como setas en los colegios. Que si educación respetuosa, que si disciplina positiva, que si educación consciente basada en mindfulness. Hay para todos los gustos.
Soy muy consciente de lo importante que es para un padre o una madre tener una maleta llena de herramientas para salir airoso de cada situación complicada que surja en el día a día con sus hijos. Esto es siempre muy útil y es lo que a priori suelen venir buscando los padres y madres a las charlas, talleres o formaciones.
Ellos vienen buscando pautas e incluso trucos para conseguir que sus hijos hagan lo que ellos quieren que hagan…
Entonces llego yo y tiro por tierra sus expectativas.
Algunos se decepcionan en cuanto escuchan mis primeras palabras: ”lo siento, este no es un taller sobre cómo conseguir que vuestros hijos cambien y se adapten a lo que esperáis de ellos…este es un taller para nosotros, los padres, para que empecemos a familiarizarnos con la idea de que si realmente queremos que nuestra relación con nuestros hijos cambie, necesitamos empezar por cambiar el lugar desde el que los educamos…somos nosotros los que tenemos que cambiar, no ellos”.
Las estrategias, trucos y herramientas son efectivamente muy útiles, pero sólo funcionan si hemos conseguido hacer ese 'click' previamente. Si no es así, a la larga, lo que nos va a generar la situación es más y más frustración. Porque si en lo más profundo de nosotros seguimos creyendo que son nuestros hijos lo que tienen que cambiar, les aseguro que esas herramientas no funcionan.
-"¿De qué me sirve a mi todo esto?, me preguntó un padre -¿Qué gano yo comprendiendo y aceptando que mi hija de tres años tiene arrebatos de ira y que es normal que se enfade y tire el mando a distancia contra la televisión? ¿Qué debo hacer entonces? ¿Debo permitirle que haga eso y no castigarle por esa mala conducta?"
Esa es una de las preguntas más complicadas que jamás me ha hecho un padre. Y digo difícil porque para dar una respuesta que suene convincente a este padre es necesario que antes haya habido una entrada de conciencia por su parte: es decir que haya habido algo así como un 'insight', como dicen en psicología. Me esfuerzo mucho en mis talleres por conseguir que los padres hagan ese 'click'. De hecho, en realidad, ese es mi único objetivo. Pero también soy muy consciente de que muchas veces no lo consigo. Sé que con ese padre no lo conseguí (imagino que no fue el único) y quizás por eso me siento hoy en deuda con él.
Vamos a imaginar una situación cotidiana y muy sencilla que puede servir de ejemplo de porqué los padres ganamos mucho cuando educamos desde otro lugar.
Isa es una niña de 5 años que tiene la costumbre de balancear las piernas cuando se sienta en la silla del comedor. Habitualmente, Ana, su madre, se sienta enfrente de ella y en el transcurso de cualquier desayuno, comida o cena recibe más de una docena de molestas pataditas en las tibias.
Ana no para de regañar a su hija cada vez que recibe un impacto -"¡Isabel por favor quieres dejar de darme patadas! ¡todos los días igual es que me vas a machacar las piernas, eres una bruta!" La niña pone cara de pena, realmente siente en el alma hacer daño a su madre:
-“Perdón mamáaaaaa es que no me doy cuenta”… Ana calla por fuera pero por dentro le hierve la sangre. Está muy enfadada. No entiende por qué su hija no es capaz de controlar ese impulso. Quiere que deje de dar patadas porque considera que Isabel, con casi 6 años, ya es suficientemente mayor para eso. Ana se siente muy frustrada y muy harta: no quiere que su hija balancee las piernas.
Durante unos minutos cesan las patadas. Pero al cabo de un rato las piernas de Isabel, que tienen vida propia, vuelven a columpiarse libremente por debajo de la mesa hasta que vuelven a topar con las tibias amoratadas de su madre.
-"¡Isabel! ¡A comer a la cocina ahora mismo!"
Ana se levanta de la silla con un gesto amenazante y acompaña a Isabel mientras la niña no para de llorar.
-"¡Y deja de llorar de una vez: aquí, la única que debería llorar soy yo, que tengo las piernas machacadas con tus patadas!"
Isabel se queda muy triste comiendo sola en la cocina. Se siente muy culpable por haber decepcionado a su madre. Ana vuelve a sentarse en la mesa del comedor con su marido y su hijo mayor… sigue muy enfadada. La rabia que siente le impide hablar de otra cosa. No para de tratar de justificarse ante ellos.
-“Es que claro, ¿os parece normal? se lo digo todos los días veinte veces, lo de esta niña es increíble, al final va a tener que aprender por las malas, ya os lo digo yo…”
En ese momento Ana empieza a tener sentimientos contradictorios. Se siente culpable por haber hablado mal a la niña, pero por otro lado se pregunta qué otra cosa podía haber hecho ¿permitir que siguiera dándole patadas?... “entonces, la niña nunca va a aprender”, -piensa Ana. ¿Qué estoy haciendo mal? ¿Por qué no me hace caso esta niña?"
La escena en cuestión ha durado apenas unos minutos pero pueden imaginar que la carga emocional del momento ha sido tan brutal e intensa que se ha extendido más allá de ese ratito. La frustración y la rabia de Ana por un lado y la culpa y la tristeza de Isabel por otro, han teñido de gris a esa familia ya para el resto del día.
Y desde ese lugar gris y sombrío es muy difícil educar. Imagine que por una u otra razón estas situaciones grises se repiten todos los días...así, es comprensible que la crianza de un hijo sea para muchos padres igual de duro que llevar una losa permanentemente sobre la espalda.
Pero la buena noticia es que sí existe otro lugar desde el que educar. Es un lugar que nosotros, los padres, tenemos la responsabilidad de crear. Este lugar del que hablo no es gris. Tampoco digo yo que sea siempre de color de rosa, pero enseguida entenderán por qué es mucho más agradable educar desde ahí.
Desde ese lugar, Ana habría entendido que su hija Isabel, aunque tenga las piernas muy largas, aún no tiene la capacidad para controlar sus movimientos automáticos y menos aún para darse cuenta de ellos. Simplemente con haber escuchado con atención, apertura y empatía a su hija se habría percatado de este detalle. ¡Isabel no paraba de repetírselo! Pero Ana estaba más comprometida con sus propias expectativas sobre su hija que con las necesidades reales de esta.
Desde ese lugar del que hablo, Ana, lejos de frustrase por el hecho de que su hija aún no es capaz de controlar los movimientos de las piernas, habría hecho algunos cambios a la hora de sentarse en la mesa del comedor ¿Qué tal colocar a Isabel en la cabecera de manera que no golpee las tibias de nadie?
Tal vez, desde ese lugar, Ana habría observado a su hija día tras días y habría esperado pacientemente unos años a que la niña dejara de balancear las piernas. O quizás habría ideado una manera de enseñarle a darse cuenta de sus molestas patadas. La creatividad de un padre puede ser muy grande si su compromiso con que su hijo aprenda es también grande.
Imagínese la cantidad de momentos grises y emocionalmente destructivos (para nosotros y nuestros hijos) que nos ahorraríamos si siempre educáramos a nuestros hijos desde ese lugar: el de la aceptación, el de la actitud de enseñar en vez de regañar y castigar, el de ajustar a la realidad nuestras expectativas sobre nuestros hijos.
Muchos padres, quizás dejándose llevar por la inercia de los patrones que vieron en su propia casa de pequeños, creen que tener esta actitud significa claudicar o rendirse ante sus hijos. No son capaces de ver que todos ganamos cuando en casa no hay gritos, ni amenazas, ni peleas, ni castigos.
Cuando educamos en modo enseñar en vez de en modo exigir y machacar, ganamos todos. Por supuesto que los padres que educan desde este lugar sí señalan los comportamientos malos de sus hijos, pero no se enfadan porque los tengan... y mucho menos se llevan puesta el resto del día la losa sobre la espalda: la frustración que lo tiñe todo de gris.