Mayores LGTBI: el recuerdo de una España que los consideraba enfermos y delincuentes

Antoni Ruiz fue encarcelado en 1976 en La Modelo de Barcelona tras ser denunciado por su madre por su orientación sexual. Tenía 17 años
Jordi Griset fue sometido a terapia de electroshock para “curar” su homosexualidad. Tenía 18 años
El Orgullo de este año está dedicado a los mayores que lucharon por los derechos del colectivo LGTBI en momentos difíciles. En momentos, no tan lejanos, en momentos en los que la dictadura de Franco agonizaba y la democracia empezaba a dar sus primeros pasos en España. Un periodo, el de la transición, en el que aún había leyes que consideraban criminales a los homosexuales y en el que su orientación sexual se veía como una enfermedad, que se intentaba curar con descargas eléctricas. Para reacondicionar sus impulsos, como los perros de Paulov.
Antoni Ruiz es uno de esos mayores del colectivo LGTBI al que el Orgullo rinde homenaje en esta edición. Cuando tenía 17 años le contó a su madre que le gustaban los hombres y fue ella la que llamó a la policía. Al día siguiente agentes de "la secreta" entraban en su casa y se lo llevaban detenido por la ley de Vagos y Maleantes. Acabó en la prisión Modelo de Barcelona donde sufrió vejaciones e intentos de violación.
Su historia la rememoraba el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, esta semana en el Congreso de los Diputados en un acto al que Antoni acudió como invitado y en el que Sánchez hizo hincapié en que esta historia, la de Antoni, ocurrió hace no tanto. En 1976, con Franco ya fallecido pero en una España a la que aún le costaría sacudirse el franquismo.
Leyes contra la homosexualidad
Jordi Griset es otro de esos mayores que sufrieron la discriminación por su orientación sexual. Hoy tiene 71 años. Es muy consciente de quién es. Asegura que lo tuvo claro desde siempre. Los primeros recuerdos de su homosexualidad se remontan a la infancia, cuando sus relaciones más cercanas eran con chicos y se daba cuenta de que las chicas no le suscitaban ningún interés. Más tarde empezó a tomar conciencia de lo que realmente le estaba pasando.
“Te sientes enfermo, distinto, un peligro social”. Era 1966. La ley franquista de Vagos y Maleantes estaba en vigor y perseguía a los homosexuales. No sólo no estaban aceptados socialmente, sino que se les consideraba delincuentes. “Estaba prohibidísimo”. Por eso Jordi, poseído por el miedo como tantos otros, no quería sentirse así.
Para relacionarse con otros chicos lo tenía difícil. Los pocos clubs que existían eran muy clandestinos y se vivía con el riesgo de que hubiese una redada en cualquier momento. Lo mismo pasaba por la calle. “La manera de conocer gente era pararse en un escaparate”, cuenta Jordi. “Observabas lo que hacía el otro hasta que uno se atrevía a decir hola, pero entonces tenías miedo de que te sacara la placa”. Él se considera afortunado porque nunca le pasó eso, porque los siguientes pasos no eran agradables. Primero, pasar la noche en comisaría, y luego la cárcel, donde sufrían vejaciones, torturas e incluso violaciones.
“Cuando toda la sociedad te dice que eres un invertido, que eres lo peor, te sientes muy mal y quieres cambiar”.
Antoni Ruiz no tuvo tanta suerte. Primero la cárcel, siendo apenas un adolescente. Allí sufrió palizas, abusos y vejaciones. Luego, comprobar que la policía se había encargado de divulgar a sus cuatro vientos su homosexualidad y sus antecedentes lo que impidió encontrar trabajo y lo abocó a dedicarse a la prostitución durante un tiempo. “Nunca me arrepentí de aquello” dice, “nunca jamás”.
Descargas eléctricas para “curar” la homosexualidad
A Jordi Griset su homosexualidad le atormentaba. La sociedad no lo veía como algo normal y él llegó a pensar que estaba enfermo. Por eso, con 18 años y sin dinero para pagar una consulta privada, le robó la cartilla de la seguridad social a su madre y acudió a un psiquiatra para contarle lo que le pasaba. Este le dijo que simplemente con la terapia habitual no podía ayudarle. Jordi se resignó y pensó que igual las cosas cambiarían más adelante, cuando tuviera dinero y pudiera pagar una consulta privada.
Pero su “tratamiento” llegó rápido y por otros cauces. Jordi escribía en un diario todo lo que sentía, a modo de desahogo, y tenía la costumbre de dejar esos apuntes encima de su mesa. Un día su madre leyó por casualidad una de sus confesiones y se desató el drama. Le llamó llorando. Ambos lloraron. Hubo un “consejo familiar” dice Jordi, y llegaron al convencimiento de que había que curarle “al precio que fuera”, incluso poniendo en venta la casa que tantos esfuerzos les había costado.
No hizo falta llegar a ese extremo porque les recomendaron una terapia que acababa de llegar de Estados Unidos y que podían asumir económicamente. Se trataba de la terapia de Ludovico, también conocida como terapia de electroshocks. Cada martes y jueves, a las ocho de la tarde, Jordi se presentaba en la consulta de un psiquiatra para afrontar una hora de infierno.
La terapia consistía en la colocación de dos electrodos - uno en la mano derecha y otro en el bíceps izquierdo - y en visualizar una serie de fotografías que provocaban distintas reacciones. Por cada estímulo agradable, una reacción desagradable. Por un lado, una mujer desnuda. “Y ahí no pasaba nada”. Luego, un hombre, “siempre en bañador”, que le provocaba una descarga eléctrica que le recorría todo el cuerpo. “Era una sensación muy desagradable”.
Después de ocho meses, el infierno acabó. Jordi decidió parar la terapia porque tras 40 sesiones, se dio cuenta de que estaba siendo inútil. “Me sirvió”, asegura, “para mí fue positiva porque me di cuenta de que esa era mi naturaleza y no iba a cambiar”.
Habló con su psiquiatra. “Se portó bien porque no me denunció, les dijo a mis padres que ya casi estaba curado y que en el servicio militar me acabaría de hacer un hombre”.
Y aunque después de dejar la terapia Jordi ya se había aceptado totalmente, la sociedad todavía le obligaba a llevar una doble vida. Tuvo tres o cuatro novias, pero paralelamente tenía relaciones sexuales con chicos, hasta que los tiempos cambiaron y pudo dejar de fingir constantemente.
Ahora mira con incredulidad cómo él mismo llegó a convencerse de que su sexualidad podía cambiarse. Con los años, se volvió un activista a favor de los derechos LGTBI. Al principio le costaba contar su experiencia, que todavía le provocaba un recuerdo traumático, pero finalmente ha decidido alzar la voz para “dar la cara”.
Lo que más le preocupa ahora es que con el auge de la ultraderecha, las libertades por las que tanto luchó su generación queden en nada.
“Los jóvenes creen que esto ha sido siempre así”, dice Jordi, resignado. En 30 años, las cosas han cambiado mucho. Los jóvenes LGBT en España disponen de aplicaciones, locales, saunas y sobre todo, el orgullo de ser el primer país del mundo en aceptación homosexual. Pero Jordi quiere recordar su historia porque asegura que quien olvida el pasado, deja que vuelva a repetirse.
Antoni Ruiz opina lo mismo. “Es muy bonito esto del Orgullo, lo pasamos bien”. Pero “hay que luchar, hay que machacar todos los días”, concluye.