Anunciación, Pura, Alfonso o Piedad, los muertos por coronavirus que no aparecen en las estadísticas


"Son los olvidados entre los olvidados", denuncian los familiares de las víctimas que murieron con síntomas de coronavirus pero sin confirmación por PCR
No forman parte de la lista oficial de los más de 27.000 muertos en España por la COVID-19
Ana, la hija de Piedad, no puede perdonar que a su madre ni siquiera le dieran la posibilidad de acudir a un hospital. Elena, la hija de Alfonso, lucha contra la ansiedad que le provoca pensar que su padre estuvo muriéndose cuatro días y que ninguno de los suyos pudo acompañarle. Beatriz, la nieta de Pura, todavía habla de su abuela en presente. Y Alberto, el hijo de Anunciación, no ha podido recoger las cenizas de su madre 71 días después de su muerte.
Son las difíciles historias de cuatro víctimas de la pandemia. Todas ellas murieron con los síntomas del coronavirus pero ninguna aparece en las estadísticas oficiales. Fallecieron en residencias de ancianos en las que la COVID-19 campaba a sus anchas. Pero nadie les hizo una prueba PCR que confirmara el positivo. Por eso no forman parte de la lista de los más de 27.000 muertos en España por el SARS-CoV-2. En sus certificados de defunción aparece la insuficiencia cardiorrespiratoria como causa de la muerte. Y a su lado, sospecha de COVID-19.
Él ha muerto por la pandemia, pero nadie lo reconoce oficialmente. Son los olvidados entre los olvidados
“A mí lo que me duele es la muerte de mi padre, pero que ni siquiera forme parte de los números oficiales porque no le han realizado ningún test es muy duro de aceptar. Él ha muerto por una pandemia, pero nadie lo reconoce oficialmente. Es como si no hubiera fallecido, como si no hubiera sufrido por culpa del coronavirus. Son los olvidados entre los olvidados”, asegura Elena.

Pero sus familias se resisten a ceder ante ese olvido y luchan por mantener vivo el recuerdo de los suyos. El de Anunciación, una portera de fincas del barrio de Lavapiés. El de Alfonso, un hombre que empezó a trabajar en el campo con siete años. El de Piedad, una mujer que cambió su pueblo por Madrid para que sus hijas pudiesen estudiar. O el de Pura, una trabajadora incansable de carácter atronador. Estas son algunas de sus historias, las de los muertos por la pandemia que no aparecen en los datos oficiales.
Anunciación Sánchez Muñoz (La Almarcha, Cuenca)
Antonio, de 13 años, era el ojito derecho de su abuela. Los dos hablaban por teléfono, cada día, desde que en 2017 ella ingresó en la residencia Vitalia de Leganés tras complicarse una operación de rodilla. Cuatro días antes de su muerte, la llamada entre abuela y nieto no pudo producirse. Anunciación estaba grave. Dos días después, la saturación de oxígeno era muy baja. El 25 de marzo, el mismo día en el que cumplía 86 años, confirmaban su muerte al otro lado del teléfono.

“La han dejado morir, no lucharon por ella. Y como a mi madre, a muchísimos más. El número de fallecidos por covid es bastante mayor del que se está diciendo. Sobre todo en las residencias”, asegura su hijo, Alberto Sánchez-Rebato. “Estamos muy mal, con mucho dolor y con mucha rabia interna. Tengo miedo a lo que haya podido sufrir durante esos días”.
Miedo a un sufrimiento que conocía bien Anunciación. Hace cinco años perdió a su hijo mayor. Fue el peor golpe de su vida. Ella era la segunda de ocho hermanos de una familia humilde de La Almarcha (Cuenca). Con 17 años se marchó a Madrid a trabajar de cocinera a casa de una tía suya. Con mucho esfuerzo fue abriéndose camino poco a poco en la capital.

Conoció a su marido y se casaron, pero las estrecheces económicas sólo les permitieron alquilar una habitación en la portería de un edificio de Lavapiés, en Madrid. Cuando el portero se jubiló, ella se quedó en su puesto y con el piso.
“Era una mujer muy trabajadora y muy luchadora. Consiguió traerse a cuatro de sus hermanos desde el pueblo hasta Madrid y los fue colocando. Después, al poco de casarse, mi padre se tuvo que marchar a Suiza para ganarse la vida. Y ella siempre ha tirado hacia adelante con todo. Además, defendía a la gente cuando la trataban mal, no podía ver que se estuviera cometiendo una injusticia. En esos casos no se callaba”, cuenta con orgullo Alberto.

Anunciación, ante el colapso que sufrieron las funerarias en Madrid al inicio de la pandemia, fue incinerada en Jaén el 27 de marzo. Sus cenizas han sido trasladadas a Getafe. Los familiares podrán recogerlas allí desde este miércoles 3 de junio. 71 días después de su muerte.
Alfonso Valero Martínez (Santervás de Campos, Valladolid)
El 22 de marzo Elena Valero recibió una llamada de la residencia Usera. De un día para otro le comunicaban que su padre estaba agonizando. Tenía la saturación muy baja y le costaba mucho respirar. Cuatro días después, Alfonso fallecía. “Cuando me contaron que estaba tan mal, yo les pedí que le llevaran al hospital. Pero me dijeron que les habían dicho que no. Y claro, yo ya sabía que si no le podían intubar, mi padre se iba a morir. Fue horrible para toda la familia. Saber que estuvo cuatro días muriendo solo, sin una mano que le sujetara la suya, sin un abrazo de ninguno de nosotros. Es terrible, muy duro. Y más, cuando yo vivo a solo 500 metros de la residencia. Tan cerca de él, pero sin poder despedirme…”, explica Elena con mucho dolor.
Cuando las fases de la desescalada lo permitan, los suyos esparcirán las cenizas por los campos de cereales de Santervás de Campos, en Valladolid. Allí nació Alfonso y es el lugar al que siempre quiso volver. A esos trigales en los que empezó a trabajar a los siete años de edad.

“La postguerra fue muy dura y él estuvo dedicándose al campo hasta que se casó con mi madre. Después emigraron al País Vasco y empezó a trabajar en Altos Hornos de Vizcaya, en Sestao. Más adelante volvimos a Valladolid y al final acabamos en Madrid. De lunes a viernes trabajaba en la fábrica de Pepsi y los fines de semana de vigilante de seguridad. Los primeros ahorros los destinó a comprar un R8 y el primer viaje que hicimos fue a Alicante, para que sus hijas conocieran el mar”, cuenta Elena con emoción.
“Él fue un luchador toda su vida, y si algo hemos aprendido de él mi hermana y yo es a ser batalladoras y peleonas. Por eso pedimos justicia para mi padre. Él ha trabajado tanto por su familia, que no se merecía que en el momento final de su vida lo abandonasen de esa manera. Él luchó por una vida digna, pero tendría que haber tenido también una muerte digna”, explica su hija. Ella y su hermana han presentado una querella contra la Comunidad de Madrid y contra el director de la residencia por homicidio imprudente y denegación de auxilio. “Le han negado la hospitalización y el tratamiento. Y lo que ha pasado en las residencias no ha sido un error, ha sido un horror. Además, no reconocen ni siquiera que han sido víctima de esta pandemia. Y lo mínimo que tendrían que hacer con él y con las demás víctimas de su generación es guardar su recuerdo en la memoria colectiva de esta tragedia”.
Mi madre también está en la residencia y no sabe que mi padre ha muerto
La madre de Elena también estaba en la misma residencia. Ella ha sobrevivido al coronavirus pero todavía desconoce que su marido ha muerto. “Yo voy cada día a la residencia a llevarle algo nuestro, para que los trabajadores se lo den de nuestra parte y que no piense que nos hemos olvidado de ella. Le mando una postal, un dibujo, algo de comida…”, explica Elena.

El dolor por la forma en la que ha muerto su padre “es demasiado cruel”, pero ella intenta agarrarse a los buenos recuerdos. “Le encantaba bailar la jota con su mujer hasta caer extenuado y el pasodoble con sus hijas. Tenía debilidad por su nieto Abel. Iban a pescar cangrejos juntos, le enseñaba los campos en los que él se dejó las manos de pequeño… Y cantaba como nadie. Él era la voz de la salve a la Virgen del Pilar. Todo el pueblo esperaba ese momento. Mi padre, vestido con su corbata a rayas violetas y su traje gris plata, cantando a la patrona de su pueblo. Esos recuerdos no me los va a quitar nadie”.
Piedad Nieto (Quintanar de la Orden, Toledo)
Ana luchó para que su madre recibiera atención hospitalaria hasta el último minuto de su vida. Lo intentó por todos los medios, pero le resultó imposible lograrlo. Piedad murió el 28 de marzo. Ese día llamaron a Ana desde la residencia para decirle que la saturación de oxígeno de su madre era muy baja y que la situación era complicada. “Yo llamé a una ambulancia de su seguro médico, pero cuando se presentaron en la residencia, la doctora no dejó que se la llevaran. Llamé a la policía y al 061. Cuando llegaron, los sanitarios dijeron que no se atrevían a moverla, que necesitaban una UVI móvil. Y nos pusimos a gestionarla hasta que la conseguimos. Pero justo cuando estaba de camino, nos comunicaron que mi madre había muerto. La gente me dice que era muy mayor, que ya tenía 99 años, pero yo no puedo perdonar esto. Yo sabía que se tenía que ir, pero no en esas circunstancias y muriendo sola, sin estar con nadie”, se lamenta Ana.
Piedad iba a cumplir 100 años el 25 de mayo. Su familia llevaba tiempo pensando en la celebración. Soñaban que iban a estar todos reunidos. Sus cuatro hijas, sus ocho nietos y sus cinco biznietos. Incluso la que vive en Suiza. Pero la pandemia lo ha impedido. El día de su centenario, Piedad ya había sido enterrada en su pueblo, en Quintanar de la Orden.

Allí nació y vivió la primera etapa de su vida. Su madre murió cuando ella tenía ocho años. Después llegó la guerra, en la que perdió a un hermano y más tarde la escasez de la posguerra. Cuando se casó, su marido pidió traslado a Madrid. Quería que sus hijos estudiasen. “Ella fue feliz a pesar de las desgracias que le tocó vivir. Era muy cariñosa, muy buena persona. Toda la vida trabajando para que sus hijos estuviesen lo mejor posible”, asegura Ana.
Es muy triste porque estas personas no cuentan para nada y no se merecían el final que han tenido
Su madre murió, según el certificado de defunción, por una insuficiencia cardiorespiratoria. Pero, con sospecha de COVID-19. “Es muy triste porque estas personas no cuentan para nada. Lo que ha pasado en las residencias ha sido un caos total. Y gente como ella, tan honesta y tan buena, no se merecen el final que han tenido”.
Pura Valle Martín (Perales del Puerto, Cáceres)
Beatriz no ha podido despedirse todavía de su abuela y siempre habla de ella en presente. Pura murió el 21 de marzo pero no enterrarán sus cenizas hasta que su familia pueda viajar al pueblo de Cáceres en el que nació. “Dicen que el duelo empieza cuando entierras a tu ser querido o cuando le dices adiós. Pero yo todavía no he podido hacerlo. Tampoco darle un abrazo a mi madre. Lloro sola la muerte de mi abuela. Mi cabeza sabe que no está, pero como no me he despedido, no me lo acabo de creer. Por eso siempre hablo en presente de ella”, explica Beatriz.

Desde el fallecimiento de Pura, su nieta llama varias veces por semana a la residencia. Las conversaciones son siempre muy parecidas. Ella les pregunta de qué murió su abuela. Desde la residencia no les dan una respuesta definitiva. “Lo sabemos a través de una foto que nos envió la funeraria. Era un documento firmado por el médico que certificó la muerte de mi abuela. Decía que la causa era la insuficiencia cardiorespiratoria, con sospecha de COVID-19. La vamos a enterrar y oficialmente no nos han dicho todavía de qué ha muerto”.
La vida de Pura no fue fácil. Se quedó huérfana muy pequeña, cuando su madre y su pareja, fallecieron. Fue adoptada con 4 años por su familia, con la que vivió en Coria, Cáceres. Allí trabajó en el campo, en una fábrica de pan y en casas como asistenta. Después se casó. Pero a los cinco años enviudó. Y tuvo que sacar adelante ella sola a su hija.
Llevaba tres semanas en la residencia cuando empezó todo
“Era una mujer muy fuerte por todo lo que tuvo que vivir en su vida. Era muy trabajadora y a pesar de todo lo que le ocurrió, fue una mujer feliz. Tenía mucho carácter y nos costó mucho convencerla de que necesitaba cuidados y que iba a estar mejor en la residencia”. Pura ingresó en Vitalia de Leganés a finales de febrero. A las tres semanas enfermó con síntomas compatibles con el coronavirus. Poco después, falleció. “Tengo la sensación de que nadie se acuerda de ellos, de que son los grandes olvidados”, concluye Beatriz con pena y dolor.
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