Luis Miguel, enterrador de Madrid: “Nos piden abrir el féretro para ver si es su familiar"

Los enterradores de Madrid revelan su duro día a día en la crisis del coronavirus
A Luis Miguel le han pedido de rodillas que abriera el féretro para poder ver a la persona fallecida
Una cinta, como la que usa la policía para acotar el lugar de un crimen, divide la escena en dos. A un lado está Luis Miguel, enterrador, junto a sus compañeros. Al otro, tres personas. Separadas entre sí dos metros. Todos están en el silencioso Cementerio Sur-Carabanchel. Es uno de los 70 entierros que se están celebrando aquí al día.
Los familiares del fallecido lloran y le piden a los sepultureros que abran el ataúd, que no han podido despedirse de su ser querido. Ni siquiera saben si realmente es él, se lamentan angustiados entre lágrimas. No pudieron verle en el momento de la muerte. Tampoco ahora. Los trabajadores del cementerio saben que no pueden hacerlo. Que por mucho que les duela, deben seguir los protocolos de seguridad. Pero Luis Miguel y sus compañeros intentan aliviar el dolor. Colocan el féretro sobre el nicho, se apartan unos metros y dejan que los asistentes besen la caja y le digan adiós al difunto. En siete u ocho minutos el entierro ha acabado.
Impresiona el silencio, pero sobre todo la soledad. Es impactante lo que estamos viviendo
“Tenemos fama de duros, pero por dentro estamos desolados”. Las palabras son de Luis Miguel Jiménez, enterrador madrileño de 30 años. “Impresiona el silencio, pero sobre todo la soledad. Antes le decían adiós a un fallecido unas 30 o 40 personas. Ahora hay un límite de tres por servicio. Es surrealista lo que estamos viendo. Impactante. No se pueden ni abrazar entre ellos. Estamos dejando que los familiares que sí han podido venir graben el entierro para que lo vean los que se han tenido que quedar en casa. O en el hospital. Encoge el alma vivir situaciones así”.
Han doblado el número de entierros
Luis Miguel Jiménez vio la muerte como algo natural desde pequeño. Su padre es sepulturero y en su casa siempre se habló con normalidad sobre difuntos, lápidas o entierros. Por eso nadie se extrañó cuando decidió seguir el camino familiar. Luis Miguel se lo cuenta por teléfono a NIUS desde la cafetería del cementerio. En la pausa de la comida que divide su jornada laboral en dos.
“Por la mañana hemos tenido nueve servicios. Por la tarde tenemos nueve más. Cada una de las cinco cuadrillas estamos haciendo, de media, unos 15 entierros diarios. Es el doble de lo habitual. Estamos muy cansados, tanto física como emocionalmente. Todo esto te come por dentro pero intentamos darle al servicio la mayor dignidad posible. Siempre lo hemos hecho, pero mucho más ahora con el coronavirus”.

Los enterradores son el último eslabón de la cadena en la lucha contra la COVID-19. La labor de los sanitarios, la de los servicios de emergencia o la de los militares han sido reconocidas públicamente. La de los sepultureros, no. Ellos también están expuestos a un posible contagio y son trabajadores esenciales en un país en estado de alarma.
“Mi sensación es que esto es como una guerra. Cuando salgo por la mañana de casa no hay nadie por la calle. Y aquí en el cementerio es desolador. Los compañeros más veteranos dicen que esta crisis está siendo lo más difícil que han tenido que afrontar. Peor que el 11-M y que el accidente aéreo de Spanair”, asegura Luis Miguel.
La escena más dura de todas
Él tiene otra escena clavada en el corazón. La más dura que ha vivido desde que comenzó la crisis sanitaria. Tenían que enterrar a una mujer y cuando llegó el coche fúnebre descubrieron que venía solo el féretro. Sin nadie más. El marido y el hijo de la fallecida estaban ingresados en el hospital. También con coronavirus. Así que fueron los propios enterradores los que, “con todo el respeto del mundo”, le dieron el último adiós. “Estaba muy nervioso porque me imaginé que podía ser mi madre. Así que te emocionas y lo pasas mal. Pensar que no había nadie para despedirse de ella… Es la situación más difícil por la que he pasado”, se lamenta Luis Miguel.

Los sepultureros no paran desde hace semanas. Ampliando turnos en muchos casos. Quitándole horas a sus familias. También Luis Miguel, que cuando llega a casa va directo a la ducha. Tiene miedo de contagiar a su mujer. También se preocupa por su padre, del que aprendió el oficio y con el que ahora trabaja mano a mano. “A la muerte nadie la quiere ver, y a los que trabajamos con ella, tampoco. Por eso no se acuerdan de nosotros”, se lamenta.
La hora libre que tenía Luis Miguel se acaba y con ella la conversación. Él vuelve a las despedidas sin flores, al silencio y a los entierros sin calor humano. Otros nueve servicios por delante. Otro día más.
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