Laura, 38 años, ha tenido que bajar de los armarios de la cocina toda la vajilla pesada porque subir los brazos más allá de la cabeza se le hace un mundo. Ella cogió la covid-19 en marzo. Estuvo con mucho dolor de cabeza, malestar y fiebre. Siete meses después sigue de baja. Sin poder remontar. "Apenas tengo fuerza. He estado todo este tiempo con tos de pecho y un cansancio extremo. A poco que hago algo, me tengo que sentar. Puedo estar dos días bien y, de repente, empiezo a estar tan mal que me tengo que meter en la cama”, reconoce.
Beatriz, 40 años, también cayó enferma a principios de marzo de covid-19 y todavía los estragos del virus no le han abandonado. "Empecé con una tos muy tonta y pensé que podía ser alergia". Días más tarde, comenzó una febrícula que le ha durado hasta septiembre. La enfermedad se ha instalado en ella. Durante todo este tiempo ha sufrido síntomas de lo más variado. Diarrea intermitente, quemazón en el pecho o una faringuitis "de caballo" que le duró dos meses y medio.
En junio tuvo una migraña que le taladró la cabeza durante nueve días. Después comenzó el hormigueo en manos y piernas. "Y eso me ha derivado a tener calambres y dolor en las extremidades. A veces siento pinchazos como si me estuvieran haciendo vudú", reconoce.
Hasta junio estuvo encerrada en casa. "Solo he salido para ir al médico. La primera vez que entré en un supermercado se me saltaron las lágrimas de emoción", confiesa. En agosto volvió a trabajar. "En el fondo soy una afortunada porque, dentro de todo, mis síntomas son leves".
Laura y Beatriz sufren lo que se denomina covid persistente. Una dolencia que afecta al menos al 10% de los enfermos de covid, lo que en España se traduciría en más de 50.000 afectados. La media de edad de estos pacientes es de 44 años y el 75% son mujeres, según una encuesta elaborada por la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG).
"Son pacientes que son muy difíciles de identificar. La covid-19 es una enfermedad que hasta hace muy poco no conocíamos. Estamos aprendiendo a tratar desde lo más urgente hasta este 10% de casos que no tienen peligro de muerte pero en los que persisten los síntomas más allá de las cuatro semanas, que es el tiempo en el que se espera que disminuyan", señala Pilar Rodríguez Ledo, responsable de Investigación de SEMG y una de las principales impulsoras del proyecto de covid persistente.
A muchos de estos pacientes no se les hizo PCR en su día cuando se contagiaron. Entonces, cuando comenzó la pandemia, solo a los casos más graves se les hacía. "No fueron correctamente identificados al principio, por lo que son pacientes a los que no se les dio respuesta a su sintomatología. Ahora al sistema de salud solo están llegando aquellos que están más afectados, a los que la enfermedad está interrumpiendo su vida", asegura esta médico.
Febrícula, malestar general, astenia, falta de aire o presión en el pecho son los síntomas que más padecen. Otros sufren cefaleas, pérdida de gusto y olfato, dolores musculares y mucha fatiga. "El elenco de síntomas es enorme y florido. Nunca en su vida han estado tan cansados. Muchos no se pueden ni levantar de la cama", señala esta responsable del SEMG.
La mayoría son jóvenes y no estuvieron graves en la fase aguda. "No hay relación en estar grave y en que persistan los síntomas. Al ser jóvenes, no eran de riesgo. No estuvieron en la UCI ni su vida corrió peligro", explica Rodríguez Ledo. Pero su calidad de vida se ha venido abajo desde que se infectaron. "De media, estos pacientes tiene 127 días de persistencia de síntomas. Cuando en la encuesta se les pide que puntúen su estado de salud, te dicen que un 4,9. No tienen peligro vital, pero sí una calidad de vida y de salud bastante precarias", añade.
¿Y por qué les ocurre esto? "Hay distintas teorías. La más consolidada es que el virus ha podido crear una cascada inflamatoria que se haya cronificado y que esa inflamación crónica esté provocando estos síntomas en distintos órganos y sistemas", explica.
"Tenemos que saber lo que lo produce para poder solucionarlo. Hay que reconocer este problema y dar solución de manera homogénea. Igual que es necesario tener protocolos para la fase aguda (fase de la enfermedad activa) también debe serlo para los casos en los que los síntomas persistan. Algunos paciente se quejan de que les hacen un montón de pruebas que no aportan valor y otros, de que no se les haga ninguna prueba porque les dicen que es estrés… No parece razonable ninguna de las dos opciones”, señala Rodríguez Ledo.
Por ahora no hay un tratamiento para curarles. Todos son experimentales. Y luego están los problemas psicológicos que supone el desgaste de esta enfermedad. "Después de cuatro meses de hoy mejoro, mañana, empeoro; hoy me levanto de la cama, mañana, no, cualquiera podría sufrir alguna repercusión psicológica, es normal. Sobre todo, cuando no lo entiendes, cuando tienes incertidumbre de si te vas a quedar así para siempre, de qué va a pasar con tu familia o en el trabajo", confiesa la médico.
"Es muy duro psicológicamente. Yo no puedo hacer vida normal, ni siquiera dar un paseo porque no sé el tiempo que voy a estar bien. Me he tenido que comprar un carrito para poder ir a la compra, no puedo hablar con mi madre ni media hora seguida porque me canso. No puedo trabajar. A veces me baja la saturación de oxígeno en sangre a menos de 90 y me tengo que ir a urgencias. Mi terror es que no se me pasen nunca estos síntomas", reconoce Laura.
A la pregunta de si en este largo túnel negro hay un final feliz para estos pacientes, la contestación de Rodríguez Ledo inquieta: "La evolución es muy variada. Se van produciendo una mejoría, pero todavía no se puede decir que estos pacientes se recuperan totalmente".